Recuerdos y vivencias del pasado.

Cuando el día clarea, tras los cristales empañados, se perciben los copos de blanca nieve. Caen lentamente, pausadamente se van depositando sobre el manto inmaculado, ya existente. En el silencio de la pequeña alcoba, con suelo de madera, se oye la tenue música de compañía, que la radio philips emite. Y sobre la vieja mesilla de roble, junto al reloj, el vaso de agua espera para alivio del asma sobrevenida al abuelo.
Con los primeros rayos de luz, a través del pequeño ventanuco del somero, sangre de la sangre, dirige la mirada por encima de los tejados, a la ventana del cuarto del abuelo. Tiene la esperanza de que no esté allí. Que no se divise el trapo rojo entrelazado y que el viento ondearía en la distancia. Su ausencia es la señal convenida, otra noche pasada sin novedad. El trapo yace en espera, anudado sobre la silla con asiento de anea.
Recuerdos, muchos recuerdos adormecidos, que con el alba a borbotones a la mente le afloran.
Tiempos del pasado, de nieve y cellisca, de muchos grados bajo cero y grandes carámbanos colgando de los aleros. Tañidos monótonos de campanas, toque de perdidos y luces de faroles. La ausencia del vecino y quizás el negro de la noche. Sonidos de bocina y bando del alcalde pregonado por el alguacil, para “abrir camino”. “Por el señor alcalde se hace saber”, la voz recorre el aire del pequeño pueblo. Quizás sea necesaria la presencia del médico o el veterinario, quizás tengan que transitar el caballo o el mulo.  Una persona por casa abierta. Pala en mano, polainas y tapabocas. Camino estrecho por la vieja calzada hasta donde acaba el término municipal. Allí donde se juntará con la senda que otros vecinos del pueblo continuo realizarán. El mismo camino que muchos vecinos habían tomado, poco a poco, sin prisa ni pausa, con la esperanza de una vida mejor. Raíces arrancadas de su tierra, por la miseria del momento fomentada. Tiempos de nombres, ahora raros, que se fueron para no volver.
Y después, hay que hacer otro camino, estrecho camino del esfuerzo, para dar de comer y beber a los animales.
Presentía desde su cama las sierras cubiertas de nieve helada. Las recordaba y las sentía llenas de fina hierba, como cuando llegaba con las merinas, al agostadero deseado. Ahora incrédulo veía que las vacas habían sustituido la riqueza de siglos de estas tierras. Lo que no lograba entender es el futuro, carne artificial creada en laboratorio le decía el nieto. No me lo creo, eso no es posible.
La abuela, enjuta y de pequeña estatura, ya había saludado al nuevo día. A través de la trampilla deja caer esparcidos los granos de trigo, se oye el sonido agradecido de las gallinas mientras el gallo altivo vijila posado sobre el zarzo. En la cocina se oye el sonido del fuego crepitando. El roble, cortado en la dehesa boyal en la suerte del año anterior, se va consumiendo dando algo de calor a la estancia. Un Hércules y el león difuminados, se distinguen en el trasfuego. Sobre las trébedes el caldero borboteando, pequeñas patatas y hojas de berzas para los cerdos. De las vigas de madera del techo cuelgan varas, con algunas vueltas de chorizos. Era un pequeña y oscura estancia, con las paredes ennegrecidas. La alacena empotrada para guardar las viejas sartenes de patas. En el vasar la irregular vajilla descansa. El cantarero, donde un botijo, el rallo y dos cantaros de colores, marrón y negro, descansan. Sobre la pequeña mesa, tantas veces pintada, el calorífico de cinc con su funda de vivos colores, donde las dos sillas se esconden.
En el hogar bajo, el puchero cocinando el guiso a fuego lento y un banco de patas desiguales. En el aire el eco de cuentos, leyendas y romances, tantas veces recitados. Palabras pausadas del día a día, palabras pausadas de decisiones trascendentes.
El abuelo, hace tiempo que ya había comprendido que la única verdad, verdad verdadera, era que si había nacido tendría que morir. Desde la ventana divisaba el nogal. Los arboles hay que dejarlos crecer, pero no crecerán si una sombra los tapa, Solamente, solamente en caso que se tuerzan habrá que poner una horcacha para guiarlos. La vida es como la naturaleza, sentenciaba el abuelo.
Se sentía mayor, había entendido que tendría que elegir, que no le quedaban suficientes días y fuerzas para todo lo que le gustaría hacer. Había entendido la vida, el sentido de su vida. 
Arriba en el somero, colgados de púas y clavos, quedan objetos del pasado cubiertos de polvo. Se resistió a venderlos a ese anticuario usurero. Antes regalados que mal vendidos. Abrió y cerró los ojos. Los visualizó, allí estaban como testigos de una vida de sacrificio, con su valor sentimental. Nombres y objetos que se van perdiendo ante la inmediatez actual. 
No entendía, ni asentía, el “cuanto menos seamos a más nos toca “ y su rostro se trasformó al escuchar una conversación, sentado en el poyo de piedra de la plaza.
¿Sabes cuál es el pueblo donde mejor se llevan los vecinos? 
- Pues ni idea. 
Es aquel en que solo quedan dos.
- ¿Por qué?.
Pues, porque no se hablan.
El abuelo era conocedor de mundo y respetaba la diversidad. Sería por el intercambio experimentado en sus largos viajes a extremos, después de la incivil guerra. 
No entendía el individualismo de la sociedad actual. Sabía que la sociabilidad era un pilar fundamental en la vida, en la convivencia de los pequeños pueblos. 
La colectividad. Las fiestas y los juegos infantiles. El trasnocho a la luz del candil, con el brasero de ascuas rojizas en los pies. Los trabajos a reo vecino o adra, para reparar paredes de dehesas boyales, caminos, puentes y acequias. La matanza del cerdo, imprescindible acontecimiento familiar. El juntar varios vecinos las ovejas para hacer piara. El segar los cereales entre varios, para optimizar maquinaria. Recuerdos. 
Veía los hombres en la fragua en torno al fuego, con el sonido de fondo del martillo golpeando sobre el yunque. La pequeña taberna, palabras entorno a un porrón y al cuarterón. Y a las mujeres en el horno comunal, mientras amasaban y cocían las hogazas. En el lavadero público o pozo de concejo. En la fuente, cántaros en la cabeza sobre el rodete En los carasoles, hilando o cosiendo. Más recuerdos.
No se encuentra más solo el que solo está, decía el abuelo.
Saca un moquero nuevo, planchado, lentamente lo extiende y enjuga las lágrimas que brotan del corazón. Lagrimas que, como riachuelos de montaña, se abren camino entre los surcos de la vida. Viviendo y muriendo.

Dormido o despierto. Todo fue un sueño, abrí los ojos y fui allí donde las raíces se juntan con la tierra. Atrás quedaron los tiempos de intercambios de saludos, ahora son tiempos de palabras mudas. Del silencio roto por el viento, penetrando por los huecos de las casas en ruinas. En unas pocas décadas hemos permitido, hemos consentido, fuimos cómplices de que se pierda lo que con tanto esfuerzo, en siglos construyeron nuestros ancestros. Y debería hacernos pensar, si aún somos capaces de pensar.

4 comentarios:

  1. Precioso, me ha gustado mucho. Y que bonita la casa de la parra.
    Enhorabuena primo.
    Belma

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    1. Muchas gracias prima por tu comentario. Y hay pendiente una acuarela de la casa de la parra. Besos.

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  2. que bonito!!!! y las fotos preciosas. ya echaba de menos tus relatos

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