A las mujeres de los pueblos de Soria.


Sentada sobre un banco de nogal, a la sombra del viejo olmo, las manos nudosas entrelazadas y la mirada perdida en el horizonte estaba la abuela.
El sonido, aburrido, constante y monótono de la lavadora se oía de fondo. A su mente vienen recuerdos diáfanos de la juventud, la ardua tarea de lavar la ropa. Se dio cuenta de que aquellos recuerdos eran más nítidos que los de hacía pocos años.
Cerca de ella, recostada en la pared de la casa, estaba su nieta. La mirada fija en el móvil, por donde deslizaba sus dedos con gran destreza.
-¿Quieres que te cuente algo de cuando era joven?- Dijo la abuela con voz pausada. Sabía que cuando la única verdad que conocía: “si naces, morirás” se cumpliera, todos esos recuerdos se perderían en el tiempo.
-Sí, claro. -Respondió la nieta con un tono de voz agradable. Era afable, simpática y cariñosa. Había escuchado al calor de la lumbre muchas historias de boca de la abuela. Algunas de ellas varias veces. Guardó su móvil y se acercó.
-Cuando yo era como tú, en las casas del pueblo no había ni luz, ni agua corriente. No hace tanto tiempo de esto, no te pienses. Había que ir a lavar la ropa al pozo Concejo, donde estaban las pilas de piedra. Con una cuerda atada a un caldero sacábamos el agua para llenarlas y así poder lavar.


-¿Por eso abu las piedras del brocal tienen esos surcos labrados?
-Claro, del esfuerzo de todas las mujeres que nos precedieron. Pero si estaban ocupadas, -continuó la abuela- teníamos que ir con la colada más lejos; a la fuente El Adre.
-¿Por qué se llamaba así?
-Creo que era porque hay un estanque y se repartía el agua para regar los huertos. En las pozas que se formaban en el cauce del pequeño riachuelo lavábamos. Fíjate, el agua salía en verano fría y en invierno caliente.
-¿No sería abu que el agua salía siempre a la misma temperatura? Y si hacia frío parecería que estaba caliente y al revés.
-Puede, puede que lleves razón. Eso no lo había pensado yo.
¡Ay cuánto trabajo! enjabonar, restregar, aclarar, secar al sol, recoger y volver a realizar la misma operación.
Tampoco teníamos lejía. Y había que blanquear la ropa. ¿Te cuento cómo lo hacíamos?
-Vale.
-Utilizábamos la ceniza como lejía. Cuando se quemaba la leña en la lumbre, la guardábamos y la cerníamos. Se ponía envuelta en un paño encima de la ropa. Y echábamos poco a poco agua caliente. Se filtraba y la recogíamos. Otra vez a calentarla y a repetía la operación.
Al principio la ropa blanca la metía en un cesto forrado por dentro con tela. Se colocaba encima de la piedra que hay en el corral. Si te fijas es más gruesa por un lado que por el otro y está algo inclinada. Tiene un canal por el que bajaba el agua y la recogíamos en un recipiente. La hizo tu abuelo, que en paz estará.
-¿Por eso pones flores sobre ella?
-Sí, así lo recuerdo.


- Luego ya teníamos el coladero. El terrizo con un tubo para desaguar  que está en la cocina.
Cuando yo ya no esté, tú sigue poniendo flores sobre la piedra. Sabes que a mí no me gusta la ciudad de los muertos.

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